¿Por qué detesto los eufemismos?

Vivimos en la edad de los medios, en la que es imposible eludir los eufemismos. Enquistados como garrapatas, chupan la claridad que debería alimentar al lenguaje. No pretendo presentar una clasificación taxonómica compleja, pues me basta con tres categorías basadas en las intenciones detrás del eufemismo.

1-La primera se caracteriza por intenciones egoístas, deshonestas, y hasta siniestras. El propósito es anestesiar a quién recibe la información, sabiendo que sería un problema si el paciente la recibiera cruda. Como, por ejemplo, cuando la CIA llamaba a la tortura de musulmanes sospechosos de terrorismo, “interrogación mejorada”. O cuando el pentágono nos cuenta de un ataque con drones, y menciona un “daño colateral”, con lo que quiere decir que varias mujeres y niños inocentes fueron destripados. Cito dos ejemplos de USA solo porque este país juega un papel tan central en la cultura mediática global.

Este tipo de eufemismo es común es las estructuras que detentan el poder: gobiernos, partidos, grandes industrias etc. Ya sabemos lo que quiere decir una gran empresa cuando habla de “ajustes a la plantilla” (ahí vienen los despidos), o cuando un ministro de economía habla de “inyectar liquidez a la banca” (se va a dar plata de los contribuyentes a los bancos). Pero los peores, y verdaderamente siniestros, los acuñan los fascistas y comunistas, quienes usan el eufemismo para todo lo detestable. Así, por ejemplo, nos dicen los chinos que los Uyghurs no están en campos de concentración sino en “áreas de reeducación”.

2-La segunda categoría está pavimentada de buenas intenciones. Es la clase de eufemismo basada en el deseo de no ofender ni excluir, el cual lleva a llamar “trabajadoras sexuales” a las prostitutas, contribuyendo a la normalización de un sórdido negocio. Para quienes los usan es preferible “la tercera edad” a la vejez, y “personas de las clases menos favorecidas” a “los pobres” como si ser pobre fuera inmencionable, o como si pudiéramos borrar al viejo creando un adefesio como “adulto mayor”. El problema con estos es que el nuevo término se va desacreditando por asociación. “Habitante de la calle” se convierte gradualmente en un insulto. Este proceso fue notado por el sicólogo Steven Pinker, pero yo creo que uno tendría que ser un idiota para no notarlo. Quienes promueven estos eufemismos no entienden que el problema no son las palabras, sino los mensajes. Que alguien puede usar “negrita” para humillar a una “empleada doméstica” o como muestra de cariño con una novia rubia. Estas personas bien intencionadas nos roban de expresiones tradicionales, con frecuencia de gran significado afectivo como “viejo”. Pero sus esfuerzos están destinados a fracasar, y pronto tendrán que encontrar un nuevo eufemismo, aún más largo, para remplazar el anterior, ya desacreditado. Pronto el ascensorista (palabra corta y honesta) es el “distribuidor interno de recursos humanos”. 

3-Finalmente, hay una categoría, la menos odiosa y casi que folclórica, basada en el deseo de no salir de tono. Es más común en personas que, por una razón u otra, quizás por una cierta inseguridad, tratan de maquillar el lenguaje, en especial si un tema es tabú. Este deseo impulsa al campesino a decir “dar del cuerpo” en lugar de defecar, o “miembro viril” en lugar de pene. Este es el menor de nuestros problemas.

Trato, hasta donde puedo, de evitar los eufemismos. Los de la primera categoría porque son una poderosa arma de propaganda. Los de la segunda porque infantilizan y afean el lenguaje. Hay que combatirlos a todos. Pero son como la maleza que crece durante la noche y hay que volver a cortarla al día siguiente. Ayudaría mucho que periodistas y columnistas mantuvieran sus machetes afilados.

p.s. Pocas cosas afean el lenguaje más que el llamado lenguaje incluyente. Tópico para una futura columna.

Fernán Jaramillo
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