“Fue Petro el que le enseñó a Chávez”

No pretendo, estimados lectores, tratar sobre las diferencias políticas entre Uribe y Petro. ¡No! Hoy trato de un tema que levanta pasiones mucho más violentas e impredecibles, el uso del que galicado. No obstante, es el flagrante uso de este giro por parte de Uribe (citado por la prensa exactamente igual al título de esta columna) el que me animó a escribir esta notica, en la cual hago uso deliberado y extenso del que galicado. Es que quiero ver si esto escandaliza a alguien.

Es que desde que estaba chiquito me vienen fregando con el coco del que galicado. Y no creo que sea sólo a mí. Basta leer la prensa antioqueña para darse cuenta de que los periodistas, incluso algunos que escriben pésimamente, evitan el que galicado con una devoción de beato de pueblo. Es obvio que los editores, los cuales por lo demás hacen poco, deben tener un ojo de águila para siempre detectar estas transgresiones gramaticales.

Para mí esta obsesión es absurda porque ignora una contradicción evidente: Frases como las de Uribe son el pan lingüístico diario en Antioquia. Así habla el pueblo, y aquí incluyo a las clases más educadas. Así hablaba mi papá, Agustín Jaramillo Londoño, excelente escritor y conocedor del castellano. Así hablaban mis parientes y amigos. He oído estas expresiones toda mi vida, no sólo entre “el pueblo”, sino en boca de profesionales y académicos. Se podría decir que el que galicado ha sido consagrado por el buen uso y que deberíamos, al menos en parte, usarlo en nuestros escritos. Muchas expresiones en castellano fueron, en su momento, erróneas. Pero fueron gradualmente aceptadas, y si no fuera así estaríamos hablando el latín más clásico.

Un argumento en mi contra es que el habla es más informal que el lenguaje escrito. Toleramos en el habla lo que es intolerable en el papel. Pero yo creo que es difícil defender la idea de que las declaraciones de un expresidente a los medios constituyan habla informal. Otro argumento en mi contra es que puedo estar sesgado por mis experiencias, es decir, que veo a mi grupo como representativo cuando no lo es. Recurro aquí a reclutar a las distinguidas lingüistas venezolanas Paola Bentivoglio y Mercedes Sedano, y a su monografía “El uso del que galicado en el español actual”. Estas investigadoras hacen varias observaciones muy interesantes, entre las cuales resalto estas tres:

  • El que galicado es de uso extensivo en Latinoamérica, incluyendo en el “habla culta” de Bogotá, Caracas, México, y Santiago. Como diría el conocido intelectual mejicano Roberto Gómez Bolaños, “Lo sospeché desde un principio”.
  • El uso del que galicado se da más allá de las clases cultas. Analizando el lenguaje de varios autores latinoamericanos, incluyendo a Benedetti, Borges, Cortázar, García Márquez, Onetti, Uslar Pietri, y Vargas Llosa, muestran que, más en unos que en otros, el que galicado se encuentra en todos, es común, y a veces frecuente.
  • El que galicado debe su nombre a que ciertos filólogos como don Andrés Bello y Rufino José Cuervo consideraban al francés como el origen del giro, donde se da en expresiones como qu’est-ce que c’est. Pero las investigadoras aducen, con evidencia, que su uso precede al periodo de influencia francesa del siglo XIX, encontrándose incluso en los muy anteriores clásicos castellanos del sigo XVI. Más aún, el que galicado se encuentra en todas las lenguas romances, sugiriendo que quizás no es tan galicado como hemos creído, sino que es intrínseco a estas lenguas.

Varios académicos han sugerido que el que galicado debería ser considerado un giro menos recomendable, pero que dada su ubicuidad en el español (por lo menos como lo hablamos en las Américas), no se le debería considerar un error. El diccionario Prehispánico de Dudas parece decantarse por esa opción en su discusión de “que”. Yo creo que es una idea excelente. El idioma se tambalea ante el embate de los anglicismos, argentinismos y otros ismos relacionados con el analfabetismo. Quizás no es con el que galicado donde debemos dar la batalla diaria. Por mí, ignorémoslo. Me dejaría escribir sin preocuparme, contribuiría a bajarles la presión arterial a los periodistas, y permitiría a los editores añadirles una hora a sus siestas.