Hace unos meses vi uno de esos videos de YouTube en los que el camarógrafo simplemente va caminando por una ciudad, sin narración, dejando que el video y los sonidos de la calle cuenten la historia. El video era en Medellín, y allí, cuadra tras cuadra, pasando por importantes calles y avenidas del centro de la ciudad, se veían decenas, centenares, de prostitutas. Sentadas en los cafés, paradas en las esquinas, recostadas contra las paredes, de pie al lado de las estrechas puertas que llevan al burdel del segundo piso. ¿Cómo ocurrió esto? ¿Cómo llegamos a que Medellín pasara de ser La Tacita de Plata, a convertirse en, según Fox News, “el burdel más grande del mundo”?
Durante mi niñez en los años sesenta la prostitución no se veía en el centro de Medellín, salvo en Guayaquil, la bien llamada “zona de tolerancia”. Recuerdo, de muy niño, un par de visitas a Guayaquil con la muchacha del servicio de la casa de mi abuela. En aquel entonces la Plaza de Cisneros era un gran mercado de pueblo al aire abierto, de toldas blancas, donde los campesinos venían a vender los productos del campo y a comprar lo necesario. Recuerdo la papa y la yuca sobre costales en el suelo, no era pues un modelo de higiene y los olores lo pregonaban. Con frecuencia los políticos hacían campañas de propaganda para “reformar a Guayaquil”, y para acabar con la plaza. Mi papá, conocedor como pocos de la historia y cultura de Medellín, advertía que estos planes de políticos bien intencionados surtirían el efecto opuesto al que se buscaba. Como un absceso mal drenado, nos decía, regarían la infección en vez de controlarla. Quizás tenía razón. En los años setenta, cuando ya estaba yo en la UdeA, era imposible no notar que muchas vecinas de Lovaina se dedicaban a la más antigua de las profesiones. De ahí en adelante creció el despelote en el centro.
Es un lugar común decir que la prostitución se debe a la pobreza, pero esta noción no es absoluta. Por supuesto, una madre desesperada por alimentar a sus hijos hace lo que sea, pero si la pobreza fuese la causa principal, su crecimiento no sería tan grande en Medellín, probablemente la ciudad más próspera del país. De igual manera, todos hemos visitado pueblos muy pobres en los que las prostitutas no acogotan todos los espacios públicos.
Aunque la sociología puede iluminar este aparentemente imparable avance de la prostitución, no se puede ignorar el efecto desproporcionado de un factor permisivo, la tolerancia. Independientemente de sus causas, la prostitución florece donde se la tolera, y en Medellín esa tolerancia parece casi total. Se la tolera en la rica Las Vegas, y allí florece. En Ámsterdam, ciudad riquísima, pero muy tolerante, se la tolera, y allí florece en una zona roja inmensa, que a su vez se convirtió en un imán para las prostitutas de medio mundo. Si se la tolerara en la catedral de San Pedro, allí llegarían los clientes.
Si la pobreza contribuye a la prostitución es igualmente cierto que la prostitución contribuye a la pobreza, pues la prostitución no viene sola. Con la prostitución viene el crimen el cual siempre ha estado ligado a ella. En los Estados Unidos, y en especial en Las Vegas, la prostitución (y los casinos) siempre han tenido lazos con la mafia. En Medellín los tiene con los combos y por lo tanto con el atraco, la extorsión, y el microtráfico. No es de sorprenderse pues que el centro esté en manos del hampa. En Ámsterdam se ha venido restringiendo la zona roja. La razón fue dada por el exalcalde de Ámsterdam Job Cohen, en palabras que podrían referirse directamente a Medellín: “Nos hemos dado cuenta de que esto ya no se trata de empresarias a pequeña escala, sino que esas grandes organizaciones criminales están involucradas aquí en el tráfico de mujeres, drogas, asesinatos y otras actividades delictivas”. El crimen fomenta la degradación de las ciudades, aleja la inversión, desvaloriza todo, y deja a los habitantes honestos en una situación cada vez más precaria.
Las bandas y combos son el nido de los proxenetas que captan y trafican mujeres jóvenes y hasta niñas, forzándolas a prostituirse. Esto lo toleramos. En Singapur se persigue a los proxenetas hombres con condenas de hasta 10 años. A los reincidentes se les añade como pena hasta 24 varillazos en las nalgas. Estos azotes son dados con una caña de ratán (parecida al bambú) blandida por un oficial especialmente escogido por su fortaleza y entrenado para usar toda la fuerza del cuerpo (son, con frecuencia, expertos en artes marciales). Cuando el número es de más de 6 azotes, se usan dos oficiales para que los den de a seis, por turnos, para que su fatiga no disminuya el impacto, que debe ser máximo y constante hasta el último varillazo. Estas penas, con frecuencia, dejan al sujeto con incapacidad de varias semanas y con cicatrices permanentes. No estoy abogando por este castigo extremo, simplemente lo pongo como ejemplo de la respuesta de una sociedad a lo que considera intolerable. ¿Existe la prostitución en Singapur? Por supuesto, pero está estrictamente controlada.
¿Como reducir la prostitución? Me gustaría empezar con un experimento para reducir esa lacra, el mal llamado turismo sexual. Imaginemos que el congreso declarara como ilegal la prostitución a los turistas extranjeros. Las penas a los turistas que violen esta ley serían (tranquilos, no hay que azotar a nadie):
1. Treinta días de cárcel.
2. Una multa de 2.000 dólares. A quien no pague la multa se le retendrá en prisión por seis meses.
3. Deportación inmediata al término de la condena, a cuenta del condenado.
4. Pérdida del privilegio de entrada al país con visa de turista por 5 años.
5. Si la persona prostituida es menor de 14 años, las sanciones se duplicarán, excepto con respecto a la pena de prisión, en cuyo caso se aplicarán las severas penas establecidas por nuestro código penal (prisión de nueve a trece años).
¿Se imagina usted lo que pasaría si se pasase esta ley y si sus modestas sanciones se cumpliesen a rajatabla? Correría la voz como la pólvora entre los que desean venir a nuestro país con estas intenciones. ¿Continuaría el negocio? Creo que duraría más un merengue en la puerta de una escuela.
Fernán Jaramillo es doctor en neurobiología y profesor de Carleton College en Minnesota, Estados Unidos.